Mucho ha cambiado la vida en los últimos cincuenta años escribimos hace cuarenta (DAV, 10.04.1985). Tanto es así, decíamos entonces, que las jóvenes generaciones de aquella época desconocíamos las formas de vida de nuestros pueblos, aquellas que configuraban y caracterizaban su identidad. No está demás ahora retomar aquellas palabras como contribución a la revitalización de actividades que en la comunidad rural realizaban sus gentes. Para ello, tomaremos como referencia los años treintasesenta del siglo pasado, siendo nuestro propósito despertar, otra vez, el interés hacia las gentes que realizaban los llamados artes y oficios populares y artesanías tradicionales, y las que se ocupaban de profesiones olvidadas, a las que ponemos nombre [cada lector puede elegir el nombre de su paisano] componiendo un padrón como testimonio de algo que todavía sigue vivo, si quiera en la memoria, y que hay que descubrir y valorar a tiempo, antes de que hayan desaparecido por completo.
Es cierto que la extinción de este mundo va pareja a la de nuestras formas de vida tradicionales, en algunos casos milenarias: el gran éxodo del campo a la ciudad, los medios de comunicación, en especial la televisión y las redes sociales y otros canales impersonales, homogenizan las costumbres, llenan los momentos de ocio con iguales distracciones, borran costumbres y relegan creencias.
La comunidad campesina integradora de la vida de nuestros pueblos, hace decenas de años tenía tal vitalidad y autarquía productiva como para fabricar todos aquellos enseres necesario a sus actividades ancestrales, tanto domésticas como de la población rural. En este sentido nos detenemos en los quehaceres de nuestros abuelos que dejaron su vida en un pueblo que bien puede ser un poco cualquier pueblo, y lo hacemos de una forma ejemplificante suficiente como para demostrar su vitalidad, sin ánimo de pecar de localistas.
Así pues, deteniéndonos en uno de nuestros pueblos que rondan la capital abulense, trazamos un singular padrón con algunos de sus habitantes atendiendo a su oficio y profesión, y observamos que su gentes fueron agricultores, canteros, guardas, huertanos, vinateros, molineros, panaderos, zapateros, albarqueros, alpargateros, barberos, sastres, modistas, cesteros, herreros, herradores, carpinteros, ganaderos, pastores, cabreros, porqueros, palomares, sepultureros, toreros, cisqueros, chocolateros, confiteros, churreros, bolleros, boticarios, practicantes, curanderos, parteras, médicos, veterinarios, curas, sacristanes, alguaciles, maestros, guardias, electricistas, ferroviarios, taberneros, comerciantes, pescaderos, carniceros, triperos, pieleros, carboneros, tenderos, carameleros, lavanderas, guisanderas, carteros, dulzaineros, tamborileros, posaderos, albañiles, camineros, espigadoras, segadores, encajeras, etc.
Tradicionalmente, la agricultura ha ocupado un importante número de trabajadores dedicados a las distintas faenas agrícolas propias de la vida en el campo: siembra, escardeo, arado, siega, trilla, limpia, medida y almacenamiento, venta, etc. Los cultivos más comunes eran los de trigo, cebada, algarrobas, centeno, garbanzos, melones y sandías y, últimamente, girasoles. A su alrededor nace una tradición cultural enormemente arraigada en la Castilla agrícola. En este pueblo, unos cincuenta agricultores trabajan el campo y vivían de él, contando propietarios y arrendatarios, no contamos los temporeros que venían a segar en verano, y a quienes ayudaban las mujeres haciendo vencejos de paja o de centeno para atar los haces o gavillas. Para cuidar los campos siempre había un guarda ya veces dos.
Otro trabajo que hacían los agricultores de nuestro pueblo era el de acarrear piedra para los canteros, para cuyo menester se prestaban mejor los carros de bueyes al ser más bajos. La piedra se llevaba a cargar a la estación en los largos trenes de mercancías o a las obras donde se necesitara. Para ello, algunos agricultores pertenecían a la Casa del Pueblo, y la mayoría de ellos formaba parte del Sindicato Agrario Católico fundado en 1927, que en 1930 tenía 40 socios, siendo presidente Néstor Pindado.
Las viñas ocupaban una parte considerable de las tierras cultivables. Y con la vendimia se iniciaba el proceso de elaboración del vino, en que en los lagares del tío Saturnino, Bernabé, Felisa y Quiquillo, y en las lagaretas de Bienvenido, Marugán, etc. salía después de pisar la uva.
Aunque esta no era una tierra de regadío, otros productos del campo eran los que se obtenían de las huertas y huertos, los cuales complementaban las economías familiares. Los huertanos cultivaban patatas, alubias, pipos, judías verdes, lechugas, tomates, repollos, pimientos y algún árbol frutal, manzano, ciruelo o melocotonero. Los huertos solían tener una poza o pozo con una noria a la que daba vuelas un burro. Al lado de estos pozos era frecuente que un estanque retuviera el agua que después se utilizaba para regar. Aquí hay que señalar la gran riqueza de aguas subterráneas que tiene esta tierra, a pesar de apariencia seca y árida.
Como pueblo eminentemente agrícola proliferan en las márgenes del Adaja los molinos harineros que en 1848 sumaban hasta 20, encargados de transformar en harina el rubio trigo candeal transportado por las recuas de burros que cada molinero tenía. Para ello, tambiéns se instaló un complicado molino eléctrico instalado en el barrio llamado “El Motor”, nombre heredado de la fuerza motriz del molino urbano, el cual supuso un intento de industrializar la molienda y que no llegó a cuajar.
Siete panaderías abastecían la localidad, herederas de otras muchas de antaño. Se fabricaban dos tipos de piezas, el llamado "pan blanco" de corteza ligeramente dorada y crujiente y miga muy blanca, seguramente porque se hacía con harina de flor; y la hogaza normal de pan moreno de corteza también dorada, pero de un color más cubierto y miga oscura.
Otro grupo de artesanos era el que formaban los zapateros Modesto, Cuácare, Felipín, Deogracias, el tío Rojo y Antolín. Estos hombres, cuyo oficio ha sido tan famoso en la tradición popular hacían botas para montar a caballo, botas y zapatos, tanto de hombre como de mujer. El tío Antolín tenía fama de buen artesano, y por el año 1935 hacía botas de cuero de media caña, de fuelle, de cordones y de botones de una gran calidad. El cuero se compraba en Ávila, y de él también hacían los zapateros morrales para los pas tores, polainas para los labradores, cintos, mandiles para los herreros y sandalias de correas.
Sin embargo, el calzado más utilizado eran las famosas albarcas y las alpargatas. Eran albarqueros el tío Epifanio y el tío Ronquillo, quienes compraban las ruedas inutilizadadas de los coches, las cortaban a medida y, luego, el comprador terminaba de confeccionar las albarcas. Finalmente vendían también botas de goma, las más utilizadas, para ir a arar. En nuestro pueblo eran Tomás y Derroche quienes vendían alpargatas de cáñamo y zapatillas de goma a 90 céntimos el par, también comerciaban con toda clase de cintas e hilos recorriendo los pueblos de la zona. En el Valle Amblés era el «tío Albarquero», José María García, quien fabricaba ese peculiar calzado.
Los bolillos eran utilizados por muchas mujeres para hacer puntillas y encajes en ropa blanca, sábanas, enaguas, ajua, etc. Para el encaje se usaba el "mundillo", almohada de paja comprimida sobre la que se fija un patrón de papel o cartón con el dibujo que se ha de reproducir: los hilos se arrollan a los bolillos, de madera o marfil, que van retorciéndose y mudándose alrededor de alfileres finos que se apuntan en el patrón y se sueltan a medida que no son necesarios.
En un pueblo rodeado de grandes berrocales graníticos, la cantería ha sido un trabajo tradicional de sus habitantes, lo cual se acrecentó considerablemente con la llegada del ferrocarril en 1862 y la instalación de la doble vía en 1925, ante la necesidad de grandes cantidades de piedra para el balastro y los numerosos puentes que se proyectan. Posteriormente, después de picar piedra y terminados los trabajos para los Ferrocarriles del Norte, los canteros se dedican a labrar adoquines y bordillos para el pavimentado de calles y plazas del resto de España. Se hicieron trabajos para Dragados y Construcciones y Agromán, empresa que explotó una gigantesca cantera de grava y gravilla en terrenos municipales. Pronto se empieza a labrar, abujardar y pulimentar la piedra, y se harán columnas, portadas de sillería y mampostería, dinteles, dovelas, sepulcros, ruedas de molino, etc... La piedra de la zona será muy cotizada, también sus artífices que suman más del centenar, siendo requeridos para las obras de la Cruz de los Caídos y Cuelgamuros, la Universidad Laboral de Gijón, la estación de Bilbao, etc.
Las ropas que vestían los hombres y mujeres de este pueblo eran confeccionadas por el sastre -Catalino, Faustino y Manuel Álvarez- y las modistas Basilia y Natividad, aunque muchas amas de casa hacían su propia ropa y la de los suyos. Catalino hacía trajes de pana -chaqueta, pantalón y chaleco-. También hacía capas señoriales y abrigos, previo encargo. La pelliza era una pieza muy común entre los agricultores que en alguna ocasión era hecha a partir de un abrigo ya atrasado. Las modistas confeccionaban los trajes que las mujeres lucían el día de la función y los niños el día de la comunión, a la vez que enseñaban su oficio a varias jovencitas. Por otro lado, Julia hacía cualquier clase de prenda de punto.
La señora Concha, el «tío Colache» y el «tío Miguel» hacían toda clase de objetos de mimbre, principalmente cestos. Así, de la habilidad de sus manos salían aguaderas para transportar cántaros de agua, serones donde se llevaba el pan que se vendía en Ávila, grandes cestos para vendimiar, fiambreras para la merienda, garlitos y chisteras para la pesca, escriños, sillones, asientos, enorme cestas y cestos como baúles y cubriciones para las garrafas de vidrio.
Los carpinteros -el «tío Bonifa», el «tío Claudite», que también era albañil, y Heliodoro el carretero-, no cabe duda, eran excelentes artesanos de la madera. Ellos hacían escaños, armarios, cantareras, bancos de tres patas, mesas, borriquetas, puertas, ventanas, artesas y los bolos y porras que se utilizaban para este juego. También arreglaban cualquier mueble desvencijado, aunque en los largos inviernos muchos labradores dedicaban su tiempo a trabajar la madera. Para el día de miércoles santo el «tío Claudiete» hacía sonoras carracas. Cuenta su nieto Basilio que, estando encerrado en la cárcel del pueblo por una disputa con el Ayuntamiento, mandó que le llevaran madera y allí mismo hizo las puertas y ventanas para su casa.
Para el aseo personal, los hombres podían elegir entre los ocho barberos que trabajaban en las tres barberías del pueblo. Normalmente, el sábado era el día en que tocaba afeitarse y cortarse el pelo. No era frecuente que los hombres se dejaran barba, dada la limpieza que se requería, por ello el tener barba era signo de distinción para el que la llevaba -limpia y bien Cuidada, se entiende. Los servicios del barbero también se prestaban a domicilio, pagándose una iguala en dinero o especie. Los barberos tenían fama de bebedores. Así, el «tío Venancio» le dejaba la cara enjabonada al cliente y se iba a tomar un «chato». En otra ocasión llegó el general Bermúdez Reina para que un afeitado y corte de pelo en la posada del «tío Hilario». Mandaron llamar a Ángel Álvarez y el general dijo al verle que él necesitaba un barbero, no un carbonero, pero una vez afeitado quedó tan satisfecho que no volvería a prescindir de los servicios de Ángel, abuelo de Amancio Álvarez.
En las fraguas del pueblo trabajaban el señor Pedro y el señor Felipe, que eran herradores. Ellos mismos hacían las herraduras y callos que ponían a caballos, mulas, burros, vacas y bueyes. Los herreros -Emilio y Fermín Resina- se dedicaban, principalmente, a hacer punteros que cortaban de una larga barra de hierro y que después aguzaban continuamente para que los canteros pudieran trabajar la piedra.
En los montes que rodean el pueblo solía hacer carbón de encina el cisquero. El «tío Cisquero» llegó de un pueblo cercano y compró la casa del «tío Regino». Después de la poda de febrero solía arrancarse alguna encina y el «tío Cisquero», previo ajuste se iba al monte con toda la familia. Allí instalado en un chozo hacía carbón, criaba gallinas y buscaba las raíces de las encinas que servían para curtir pieles. En el mes de mayo regresaba de nuevo al pueblo.
Para hacer el carbón de encina se preparaba un montón de leña hueco por dentro, como una choza, con un orificio-chimenea arriba que se tapaba con «escobas». Las paredes se recubrían por fuera de tierra, prendiéndose fuego por dentro que se mantenía encendido durante un mes. Después se apagaba, se cribaban los restos que tuvieran algo de tierra, y ya estaba hecho el carbón.
El pueblo contaba también con chocolateros, confiteros y bolleros. Tres fueron las fábricas de chocolate que había -Marugán, Mariano Cuenca y Florentino García-. El chocolate a la taza, principalmente, y a veces de leche o almendras, con un sabor que todavía se recuerda por quienes lo han probado. Julián «Bartolo» y el «tío Facho» hacían toda clase de repostería. Estos confiteros elaboraban en arcaicos hornos tortas para la «primera comunión», figuras de caramelo en moldes de plomo, almendras garrapiñadas, turrón y confites. Felipe Cantuche hacía los famosos bollos del Portillo en un primitivo horno y después recorría los pueblos vendiéndolos.
Repartidas por todo el pueblo, llegaron a contarse una veintena de tabernas, en alguna de las cuales se vendía vino por botellas o garrafas. El «chato» de vino era la bebida más corriente y habitual también la más barata. Otras bebidas que se servían eran: cerveza, aguardiente, anís, coñac y licores. Otros lugares de divertimento eran los salones de Pedro Vargas y Fausto Pindado, donde se proyectaban películas mudas de Charlot y se bailaba al son del picú o de la gramola. También había dos casinos, uno llamado «Monte encarnado», el rojo era un nombre subido de tono, y el otro de los obreros que ocupabal en la Casa del pueblo.
En cuanto a los comercios, había cuatro tiendas de ultramarinos y comestibles, dos pescaderías -del «tío Alguacil» y María-, donde en época de cangrejos de río podían comprarse una docena por 20 céntimos si eran gordos y si no por 15. También había dos carnicerías y un estanco. Los fruteros siempre han sido «Los Pesetos», quienes traían la fruta de Burgohondo y otros pueblos de las laderas de Gredos. El señor Catalino también vendía fruta, igual que antes vendiera carbón y pieles. El «tío Kiko» y Jacinto vendían tripas de cerdo y vaca que traían de Galicia y que se utilizaban para hacer embutidos. Tres mujeres -Eduviges, Eleuteria y Ezequiela- vendían en la calle caramelos, cacahuetes y otras chucherías para los niños mientras hacían juegos de cartas («echar a los cartones», se decía). La última señora que lo hacía fue la «tía Irene».
La ganadería -ovejas, cabras, vacas y cerdos- ocupaba a otro grupo de habitantes. Podían contarse casi una decena de pastores -Ojillos, Esteban, Ministro, etc., siendo los últimos, Federico y Juan Rodlfo- que pastoreaban casi un millar de ovejas que pertenecían al «tío Sabas», el «tío Eustaquio», don Félix y Bienvenido, después al «tío Adrián», Doroteo, Ezequiel, Bernabé y Filín, todos ellos agricultores también.
Los pastores, aprovechando la tranquilidad del campo solían hacer cucharas y cucharones de madera, punzones para hacer ojales y herretes, palillos de hueso y palillos para las plumillas de escribir. Federico fue un verdadero artista. Llegadas las proximidades de San Antonio, en cualquier día aparecían las cuadrillas de esquiladores armados de grandes tijeras.
Los cabreros Agustín, Kiko, Canis y Jacinto se dedicaban, preferentemente, a la venta de leche que era «pasterizada» en grandes calderos, elevados a altas temperaturas, en la misma estación antes de enviarse por tren al café Varela de Madrid. Por otro lado, un cabrero -el «tío Guarrero», el «tío Felipe» o Castor- cuidaba las cabras del pueblo. Cada vecino acercaba su cabra por las mañanas a casa del cabrero, quien las llevaba a los Colmenares, volviendo con ellas al anochecer. Por su trabajo se le pagaba de una a dos pesetas al mes.
Era frecuente que cada familia criara unos marranos, pero también era normal que, durante los meses de enero a abril, cada vecino sacara sus cerdos a las diez de la mañana hasta la fuente. Allí los recogía el «tío Mariano», el último porquero, que los llevaba a comer a las «tusas» y los «cercados», regresando con ellos a las cinco de la tarde. Por su trabajo recibía 1,50 pesetas al mes por cada cerdo. En otros pueblos también había choteros, que cuidaban chotos terrenos, único ganado vacuno de esta zona, ya que las vacas lecheras tardaron en llegar.
Otros animales que podían verse en los hogares de los vecinos de este pueblo eran las gallinas, los conejos, siempre un burro, una pareja de mulas, vacas o bueyes, algún caballo y en casa de cazadores no podía faltar uno o varios perros. Los que tenían gran número de gallinas solían vender huevos y pollos, como hacían los Matías que también criaban pavos para navidad. Igualmente, podían contarse hasta quince palomares de palomas Zuritas, cuyos pichones eran un plato exquisito, y algunos palomares caseros de palomas domésticas.
El lavado de ropa era trabajo habitual de las mujeres de la casa, para lo que recorrían largas distancias hasta el río o el lavadero de la Tusa. Dedicadas a este trabajo de lavanderas había cuatro mujeres. Los carteros -Marino, Felipe. Severiano y, últimamente, Julio subían diariamente a media noche a esperar el tren correo. La música popular tenía sus artífices en los dulzaineros Colache y el «tío Tuerto» -Quilino- y el tamborilero Basiliete. También podía escucharse el viejo tambor del «tío Cades» que, según cuenta Lolo, debió acompasar la marcha de alguna facción carlista o de las huestes de Palafox cuando otro tambor ponía en jaque a los franceses en las estribaciones del Bruch. Por otro lado, decían que su toque alteraba a las embarazadas.
Los viajeros que venían al pueblo solían hospedarse en las posadas del «tío Hilario» o de los Gallegos. La arquitectura popular encuentra sus obreros en los ocho o nueve albañiles -«tío Chiripa», «tío Manra», «tío Claudio» y el «tío Bonifa», el marido de «tía Juliana»- que siempre estaban dispuestos a cualquier trabajo.
Los medios de transporte privados más comunes eran los burros, caballos, mulas y vacas o bueyes. El carro tirado por bueyes era el medio idóneo para transportar la piedra y también servía para mudanzas. Por aquí también circulaba la tartana en la que viajaba la familia Sastre. A principios de los años treinta España cuenta con 240.000 vehículos de motor matriculados, mientras que en Ávila apenas se llegaba a los cuatro mil, En el pueblo solo se veían los coches de los chocolateros -Marugán y Cuenca-, del médico, de los Sastre y del general Bermúdez Reina. Motos no había ninguna en los años treinta y las bicicletas podían contarse desde dos o tres, en un principio, hasta veinte, algunos años después. El cura párroco, don Pablo, iba y venía en sus desplazamientos en bicicleta, vehículo que tanta importancia tuvo como medio de locomoción para los canteros y los estudiantes que iban todos los días a Ávila.
En la estación abierta por la compañía de los Ferrocarriles del Norte contaba con un jefe de estación, un factor, un guardagujas y varios obreros, haciendo un total de ocho. La llegada del tren su puso un gran acontecimiento, y a su paso por el pueblo numerosos curiosos, llenos de asombro, acudían a verlo pasar. En cuanto a los caminos y carreteras, para su cuidado había peón caminero, «tío Camina» dependiente de Obras Públicas, para cuyo ministerio luego trabajaron algunos lugareños más.
La salud, tanto del hombre como de los animales, qué duda cabe, tenía gran importancia. Para ello el pueblo contaba con dos boticas donde se hacían los preparados que mandaba el médico. En los años treinta llegaría por primera vez un practicante con plaza definitiva. A todos ellos se les pagaba mediante iguala. Al margen, la superstición popular tenía otros remedios que proporcionaban los curanderos para curar los clavos, las verrugas, las hemorroides, los sabañones, los orzuelos y la carbonilla de los ojos o las fracturas de los huesos. Para los casos de parto, la «tía Juliana» y la «tía Anselma Sagasta» hacían de parteras profesionales que aprendieron de la misma naturaleza. El veterinario, por su parte, se ocupaba de los animales, pero si un perro tenía la rabia solía consultarse al saludador, quien adivinaba qué personas eran susceptibles de contagio o no.
La parroquia estaba atendida por un solo cura párroco -don Valeriano, don Pablo, don Francisco, don Fernando, don Abilio- con la asistencia de un sacristán - Catalino y Ángel Nieto - que también hacía de campanero, organero y relojero. El ayuntamiento estaba regido por una corporación municipal a cuyo frente estaba el alcalde, un secretario y el alguacil y pregonero -«tío Joaquín», Virgilio, Lucio o Mariano-. En las juntas el «tío San Dios» solía decir: «Aquí hay muchas gorras, pero pocas cabezas». Entre el alcalde y el cura administraban los bienes de las obras pías de María Nieto y Juan Rodríguez, cuya finalidad en la dotar doncellas huérfanas, socorrer a los pobres y rendir culto a Dios.
La escuela contaba con dos maestros -doña Magdalena, don Marcelo de Blas,...- y ochenta o noventa escolares, siendo los más mayores los que enseñaban a los más pequeños. El cuartel de la guardia civil tenía seis o siete números y representaba la seguridad y el orden público, a la vez que era temida por los niños más traviesos, los furtivos y los más belicosos y pendencieros.
En los años treinta, en la calle empedrada, la familia Perdiguero tenía instala da una fábrica de gaseosas regentada por el señor Pedro, al que llamaban el «tío Cervecero». Para hacer la gaseosa traían el agua del caño que había en la estación, el mismo que años después, siendo alcalde Miguel Camarero, fue traído hasta el pueblo. La gaseosa era embotellada en botellas de cuartillo y medio que se vendían a 15 céntimos y tapadas con un tapón que se ataba con una cuerda al cuello de la botella para evitar que la presión hiciera saltar el corcho. Posteriormente eran distribuidas en Ávila capital, principalmente, a donde se llevaban en un carro.
El matrimonio Mariano y Juana, posteriormente la señora Agustina, hacían churros de una cuarta a que después vendían por las calles y que los niños compraban los días de fiesta como una golosina. Con ocasión de los grandes acontecimientos familiares, bodas principalmente, se requerían los servicios de las guisanderas -«tía Marciana»-, que ayudaban a cocinar las comidas que se servían a los numerosos convidados que acudían:
La señora Eugenia Moreta rizaba y preparaba las velas que de los niños llevaban el día de su primera comunión y que después ofrecían a la iglesia. También se ofrecían velas rizadas él la Virgen el último domingo de octubre, al momento de subir en andas a los niño En los bautizos, la partera o la mujer que llevara el agua para el bautismo del recién nacido y la toalla para secarle también llevaba una vela rizada.
Otro de los oficios que se desempeñaba en este pueblo era el de sepulturero. Su trabajo consistía en hacer los hoyos para los enterramientos y mantener limpio de hierbajos el cementerio. Este trabajo lo harían después los alguacil es como uno más de los servicios contratados que tenían con el Ayuntamiento (limpiar los pilones, las tusas y las pozas). Alguno de los enterradores, como el «tío Rubiete» se solían quedar a dormir en el cementerio. El «tío Kilo» cogía sin escrúpulos los huesos y restos de muertos con sus negras manos y utilizaba la madera de las cajas para encender la lumbre de su casa. Siempre tenía un hoyo descubierto que hacía sin prisas durante una o dos semanas cuando no tenía otro trabajo.
Una de las aficiones festivas características del pueblo, como casi de toda España, era la de las corridas de toros. Para ello, se formaba una plaza con los cuarenta carros que tenían los labradores, coincidiendo con la fiesta de Nuestra Señora del Rosario. Los deportes que se practicaban eran los de pelota a mano, bolos, calva, tango y herrones. La pesca y la caza estaban limitadas al número de licencias que concedía la Guardia Civil, de las que se excluían algunos miembros de la Casa del Pueblo.
El «tío Venancio», que también era barbero, era el electricista del pueblo antes que Vidal. Su trabajo consistía en cobrar la luz, arreglar los plomos fundidos por algún cortocircuito, poner enchufes y demás instalaciones necesarias en las casas, donde la energía eléctrica práctica mente solo se usaba para alumbrado al no haber más aparatos que la radio y alguna plancha o máquina de afeitar.
Llegaron los años sesenta y se acentuó el movimiento emigratorio del campo a la ciudad. Los hijos de este pueblo fueron esparciéndose entre Madrid, Bilbao, Cataluña, Valencia, Sevilla, Valladolid, Alemania, Suiza, Francia, Inglaterra, Australia, América y otros muchos lugares. Pocos continuaron el trabajo de sus padres. Como consecuencia disminuyó considerablemente el número de canteros. La agricultura, ya mecanizada, ocupa a media docena escasa de labradores. Los molinos se cerraron y se arruinaron. Nada más que una panadería continúo elaborando pan hasta su cierre. De los seis zapateros, solo César continuó el oficio hasta su muerte y ya no se hacen albarcas. Las mujeres nos saben hacer encajes de bolillos y no queda ningún sastre o modista. Tampoco se hacen cestos de mimbre, ni queda abierta fragua alguna.
Desaparecieron los barberos, el «tío Cisquero», los chocolateros, los confiteros y los bolleros. Se cerraron las posadas, los casinos y muchas tabernas, aunque todavía quedan dos bares. De las dos boticas queda una farmacia, además del médico, el practicante, el secretario del Ayuntamiento el cura y los maestros. Se jubilaron el último carpintero, el sacristán y el alguacil. No quedan porqueros ni cabreros. Las viñas fueron arrancadas y los lagares y lagaretas se están hundiendo A pesar de ello, todavía se sigue haciendo vino en algún lagar familiar. Los palomares están abandonados y las casas de los ferroviarios y la estación fueron demolidas. Los comercios cerraron. Los deportes populares apenas se practican, sólo la caza sigue atrayendo gente. A pesar de todo, el pueblo ha ido adelante y se siente vivo.