16 de junio de 2024

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De Crónicas

CIEN AÑOS DE LA NATURALEZA ORDENADA EN ÁVILA (1850-1950). LA CIUDAD AJARDINADA EN BLANCO Y NEGRO (I)

CIEN AÑOS DE LA NATURALEZA ORDENADA EN ÁVILA (1850-1950).  LA CIUDAD AJARDINADA EN BLANCO Y NEGRO (I)
CIEN AÑOS DE LA NATURALEZA ORDENADA EN ÁVILA (1850-1950).  LA CIUDAD AJARDINADA EN BLANCO Y NEGRO (I)
Jesús Mª Sanchidrián Gallego
  • 11 de Febrero de 2024

La idea de una ‘Muralla verde’ que el Ayuntamiento promueve en estas fechas al amparo del Plan de Sostenibilidad Turística en Destino de la Unión Europea (NextGenerationEU) nos brinda la oportunidad de ocuparnos del paisaje urbano y la naturaleza ordenada en Ávila que aflora en el ajardinamiento de la ciudad reverdecida y se muestra en antiguas intervenciones municipales, en su representación gráfica y en inspiradores textos literarios, como ya escribimos en Parques y jardines de Ávila: naturaleza organizada (2013). Entonces y ahora tratamos sobre la implantación y evolución de los espacios verdes urbanizados concebidos para el uso y disfrute de la población que vive en ella, incluyendo aquí parques y jardines, paseos, calles y plazas, patios nobiliarios y monásticos, atrios parroquiales, y cualquier lugar donde crecen los árboles que sombrean y cobijan la ciudad del sol.  

El espacio de tiempo seleccionado para esta recreación abarca desde 1850 a 1950, por ser este un periodo significativo e ilustrativo de la evolución de los paseos y jardines que tradicionalmente han disfrutado los abulenses, los cuales ya forman parte del imaginario colectivo con el que se construye la historia de la ciudad. Se dejan fuera para otra ocasión los espacios naturales de disfrute común más alejados de la ciudad, como la arboleda del santuario de Sonsoles o el parque de El Soto.

La imagen retratada de los parques y jardines de Ávila, y de sus paseos y zonas verdes, tomada desde la aparición de la fotografía en 1839 constituye una de las fuentes más reveladoras y fidedignas para su conocimiento. El lenguaje visual establece por sí mismo relaciones de complicidad en su contemplación y aporta informaciones de gran valor y veracidad. Cada imagen es como un libro de viajes o casi una novela que cuenta historias vivas, fácilmente contrastables gracias a la longevidad de plantas y árboles. A mayores, es necesario completar la percepción de las viejas estampas con datos que ofrecen quienes participaron en el embellecimiento material de la ciudad, y con testimonios de los autores que escribieron en primera persona sobre ello.

El ajardinamiento de Ávila, o lo que es lo mismo la domesticación y humanización de la naturaleza, trata sobre incorporación de la misma al disfrute cotidiano del hombre que vive en el caserío urbano sin esperar a cambio frutos o rentabilidades, y sí frescura, belleza, distracción, salud, higiene, aseo, recreo, entretenimiento y descanso como síntoma de cultura, civilización y progreso. Con ello, se procura incorporar el campo a la ciudad o, por el contrario, ruralizar la urbe, apreciación que ya hizo Jorge Santayana al definir Ávila como un oppidum in agris o ciudad en medio del campo a propósito de la invasión campesina los viernes día de mercado.

Una primera aproximación ambiental nos las facilita la historia gráfica de la ciudad donde se muestra como un castillo colgado en la cabecera del Valle Amblés, «como si estuviese colocada a horcajadas de alguna gigantesca cabalgadura», escribió Miguel Delibes. También se divisan las alamedas periféricas, los parques y jardines, los paseos y rondas, las plazas y plazoletas arboladas, los patios nobiliarios y palaciegos, los claustros de la catedral y los monasterios, las huertas conventuales y los atrios parroquiales, y otros espacios que verdean el caserío en contraste con la frialdad pétrea de sus edificios.

En la Edad Media se hicieron casas con vergel y en los palacios renacentistas se cultivan huertos y cuidan pequeños jardines, lo mismo que ya se venía haciendo en los conventos y monasterios, de todo lo cual dan fiel testimonio las fotografías que hicieron Casiano Alguacil hacia 1876 y Pelayo Mas Castañeda en 1928.

En un primer acercamiento, observamos que todo el entorno inmediato del recinto amurallado se halla liberado de vegetación y salpicado de iglesias extramuros, mientras que en el horizonte los encinares anillan un territorio circundado por el río Adaja, y los arroyos llamados río Chico y arroyo Vacas. En medio, un apretado caserío salpicado de torres y entrecruzado de calles y huertas cercadas, donde apenas se atisba el verdor de algunos árboles que se empinan hacia el cielo. El paisaje natural fue roturado para construir la ciudad medieval, configurando con ello una imagen que ha perdurado hasta bien entrado el siglo XX. 

La ordenación de la naturaleza como parte del decorado de la ciudad tardaría en llegar, lo que se produjo con la incorporación al trazado urbano de las alamedas existentes extramuros, junto a la iglesia de Santa María de la Cabeza, al Convento de San Antonio, al campo del Recreo, al Paseo del Rastro y al Paseo de San Roque.

La estampa retratada de las alamedas de Ávila transformadas en parques y jardines, desde la aparición de la fotografía, constituye una de las fuentes más reveladoras para su conocimiento. Visualizar en imágenes la realidad que presentaban los espacios verdes que afloraban entre el viejo y grisáceo caserío a lo largo del siglo XIX y primera mitad del XX es tanto como contar la historia paisajística de la ciudad.

PANORÁMICA MEDIEVAL. El paisaje inmediato que rodea la ciudad amurallada es donde se va a ir asentando el orden con el que se quiere moldear la naturaleza para hacer de ella un jardín o un parque, y las más de las veces un paseo. Para conocer y enseñar este espacio circundante acudimos a la representación que se hizo a través del dibujo y la testimonial fotografía antigua. Con ello y siguiendo a Antonio Ponz descubrimos que «los árboles y la frondosidad en la cercanía de las ciudades, doblan su majestad y contribuyen a que parezcan otro tanto desde alguna distancia».

En una perspectiva general y panorámica, cobra especial relevancia la primera vista que se conoce de Ávila, la dibujada en 1570 por Anton Van den Wyngaerde, artista flamenco nombrado por Felipe II pintor de cámara.  Esta vista, de una admirable fidelidad fotográfica, será un referente constante en las imágenes y vistas de Ávila del siglo XIX, como las tomadas por Charles Clifford y Jean Laurent desde los Cuatro Postes, las cuales muestran la traza medieval en todo su esplendor, aunque el verdor se oculta ante la dureza de un caserío ennegrecido por la piedra milenaria.   

Cien años después, las  primeras fotografías aéreas de la década de 1950 nos descubren una ciudad inmersa en un importante proceso de crecimiento y transformación, lento, pero en continua evolución, donde se crean nuevos e interesantes espacios verdes, tanto que todavía hoy día puede contemplarse la misma realidad reflejada entonces, sin grandes cambios o transformaciones urbanas, donde Ávila aparece desnuda de arbolado, dura y agreste tierra mesetaria, cuya vista Azorín describe como una «una extensión de tejadillos, esquinas, calles, torrecillas, solanas, cúpulas; sobre la multitud de edificaciones heteróclitas, descuella airosa la catedral».

En la panorámica trazada desde el oeste no hay llamativas masas arbóreas que hablen de una ciudad boscosa o ajardinada. Sin embargo, llama la atención la arboleda del río Adaja situada en primer plano, la frondosidad del atrio de la ermita de San Segundo, los paseos arbolados de la ronda norte y del Rastro, y la alameda de los entornos de Santa María de la Cabeza y la Encarnación. Ello no siempre fue valorado positivamente, tal y como aprecia el inglés F.H. Deverell en 1878: «los castellanos parecen tener verdadero odio a los árboles».

Contemplar la ciudad desde dicho paraje es redescubrir su imagen más característica, es incorporar a la memoria de la ciudad el paisaje que configuran el río Adaja con su arboleda ribereña, la ermita de San Segundo con su arboleda delantera, los puentes sobre el río, la desaparecida fábrica de harinas, el palomar y el caserío que forman los arrabales, la diadema de piedra que son las murallas que encierran la ciudad medieval marcada por esbeltos cubos que señalan la entrada, el molino de ‘La Losa’ que define el centro de las panorámicas, el cordel de ‘Las Moruchas’ que delimita y quiere separar lo rústico y de lo urbano, la vieja carretera de Salamanca que se ajusta a la ordenanzas dieciochescas con plantaciones en sus bordes, los paseos de la ronda norte y del Rastro sombreados con negrillos que siguen la línea de los caminos que hizo el intendente Ramírez un siglo antes.

Sin movernos del encuadre visionario des los Cuatro Postes, sobresalen del recinto amurallado la iglesia de Mosén Rubí, la catedral que guarda un vergel en su claustro, la iglesia de San Juan, el Torreón de los Guzmanes, la iglesia de La Santa, la iglesia de Santo Domingo, el antiguo convento de Santa Escolástica, el Palacio de Justicia y la espadaña del Carmen. A la izquierda, el convento de la Encarnación con una trabajada huerta carmelitana, las ermitas extramuros de Santa María de la Cabeza y San Martín marcadas por frondosos árboles de alameda, y la basílica de San Vicente.

Ciertamente, la visión espectacular que se ofrece al viajero que llega por la carretera de Salamanca es la que cautivó a Unamuno en 1921: «En esto se nos apareció Ávila de los Caballeros, Ávila de Santa Teresa de Jesús, la ciudad murada... Se nos apareció encendida por el rojo fulgor del ocaso del sol que abermejaba sus murallas, en una rotura de un día aborrascado. El ceñidor de las murallas de la ciudad subía a nuestros ojos; a un lado de él, fuera del recinto de la urbe, la severa fábrica de la basílica de San Vicente, y en lo alto, dominando Ávila, la torre cuadrada y mocha de la catedral. Y todo ello parecía una casa, una sola casa, Ávila la Casa».

En efecto, Ávila, como gran casa solariega, se abre al campo por paseos arbolados de entrada y salida del recinto amurallado como bien mandan las ordenanzas dieciochescas, y en los patios y huertas reluce el verdor que resiste a la dureza del clima de la meseta castellana, mientras el Adaja se arropa con choperas frondosas y la ciudad pétrea enseña su escasa vegetación que sobresale en las antiguas alamedas de San Antonio, El Rastro y Santa María de la Cabeza.

Por el norte, la panorámica de la ciudad se traza por la línea del ferrocarril, desde donde se descubren nuevas vistas donde las huertas y cercados con frutales salpican la tierra cultivada que corona la muralla. «Casi perdida entre la niebla del crepúsculo y encerrada dentro de sus dentellados murallones, la antigua ciudad, patria de Santa Teresa, Ávila, la de las calles oscuras, estrechas y torcidas, la de los balcones con guardapolvo, las esquinas con retablos y los aleros salientes. Allí está la población, hoy como en el siglo XVI, silenciosa y estancada», escribió en 1864 el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, es la crónica de la inauguración en San Sebastián de la línea ferroviaria del Norte por la reina Isabel II.

Con motivo de la inauguración del nuevo trazado ferroviario Auguste Muriel retrata la ciudad desde la lejanía, buscando una perspectiva por el lado norte, donde Ávila se resume en un vistazo fugaz. Con ello, el ferrocarril había cambiado la forma de mirar y percibir el paisaje, y de ver los pueblos y ciudades, los cuales podían contemplarse en grandes panorámicas enmarcadas por la ventana del tren, y aunque sabemos que el origen de estas vistas se encuentra en la cartografía urbana renacentista, lo cierto es que el tren contribuyó a la promoción y admiración de la ciudad percibida desde la lejanía.

Desde el enfoque de la línea del férrea del Norte, Santayana describe la fugacidad de la imagen con la misma precisión que un disparo de retratista: «Cada vez que, viniendo de París en las décadas de 1880 y 1890, después de mi segunda noche en tren, me advertía el amanecer que debía estar acercándome a mi destino, era siempre latiéndome el corazón como buscaba los nombres de las últimas estaciones, Arévalo, luego Mingorría, tras la cual, en cualquier momento, podía esperar ver a la derecha las perfectas murallas de Ávila en suave declive hacia el lecho del río invisible... El paisaje de los alrededores de Ávila (que yo supongo de un glaciar extinguido) es demasiado austero par ser bello, es demasiado seco y estéril; y, sin embargo, revela elocuentemente el esqueleto pétreo de la tierra, no un esqueleto muerto como las montañas de la luna, sino como las montañas de Grecia. Vivificado al menos por el ambiente, y rico todavía en manantiales y en campos escondidos».

ENTORNO NATURAL. Nuevas panorámicas tomadas por el arquitecto diocesano Isidro Benito Domínguez en el siglo XIX nos enseñan por el Norte las huertas de Prado Sancho, por el Este el paso por el puente del ferrocarril con la frondosidad de la arboleda de San Antonio y el camino que discurre paralelo a la carretera de Villacastín, por el Sureste el Paseo de San Roque en toda su extensión. Este paseo comienza en masa arbolada, luego sigue un largo camino sin apenas sombras paralelo al paredón del convento de Las Gordillas delimitado con un pequeño muro corrido que también es banco para descanso de los transeúntes. Por el Sur pueden admirarse las huertas de Santo Tomás con esbelto arbolado y tierras labrantías.

Estas imágenes son una ventana desde donde vemos y casi tocamos, a la vez que percibimos, lo que narran las actas municipales y cuentan las guías de viaje de la época. Por ellas sabemos de las características paisajísticas del entorno natural que rodea Ávila, el cual apenas evolucionó durante siglos hasta mediado el siglo XX. De su contemplación nos dejó escrito Jorge Santayana: «Ávila, aunque mantenga vida, se parece bastante a un desierto para simbolizar el destierro que es el mundo par el espíritu, a pesar de la multitud y el apremio que hay en él. En ambos sitios puede uno encontrarse inesperadamente con flores o hierbas dispersas de los más fragantes olores; y yo apreciaba profundamente la llamada de aquel paisaje desnudo y austero y la de aquellos sombríos pero resplandecientes altares».

El entorno natural de Ávila se caracteriza entonces por los paseos arbolados que bordean la muralla llamados del Rastro y de la Ronda Norte; las alamedas periféricas de San Antonio, Santa María de la Cabeza, San Nicolás y el Rastro; los caminos  de acceso a la ciudad con plantíos como los que vienen desde la Salamanca y Madrid; y la siempre cubierta ribera del río Adaja. Este paisaje ajardinado responde a las ideas ilustradas de las Reales Ordenanzas del siglo XVIII, donde se inicia una política de hermoseamiento, ordenación y aseo de las poblaciones que en Ávila se pone en práctica por el corregidor Don Ángel Fernández de Zafra y el intendente Blas Ramírez con la «construcción de todos los paseos que se llaman de a Ronda» trazados bordeando las murallas con arbolado a ambos lados.

La historia paisajística de la capital abulense tradicionalmente ha estado vinculada a los paseos y jardines de San Antonio, el Recreo, el Rastro y San Roque. Estos parques tienen tras de sí una larga vida en continua transformación, no en vano los árboles y plantas son seres vivos que están en permanente evolución. Lo mismo ocurre en su relación con el hombre, cuya intervención es decisiva para su mantenimiento y, a veces, para su degradación.

Por su parte, el consistorio se ha ocupado tradicionalmente del mantenimiento de los paseos y jardines de la ciudad acometiendo continuas obras de mejora y conservación, como prueban las numerosas intervenciones realizadas a lo largo de los años. Lo que también se produjo en 1849 mediante la promulgación de ordenanzas de policía, en las que se disponían normas de ornato y recreo para los paseos de San Roque y San Antonio y las arboledas del Rastro y la Cabeza, lo que se reiteró igualmente en las Ordenanzas Municipales de 1894.

 TESTIMONIOS. Tanto los textos literarios como la representación gráfica de la ciudad nos enseñan que Ávila desde antiguo tiene cuatro paseos y jardines públicos, a saber: San Antonio, El Rastro, San Roque y El Recreo. Así nos lo cuenta Valeriano Garcés en su guía de 1863, y lo reseñan José Mª Cuadrado en 1865, Juan Martín Carramolino en 1872, Fabriciano Romanillos y Fernando Cid en 1900, José Mayoral Fernández en 1916, Antonio Veredas en 1935 y Rafael Gómez Montero con Luis Belmonte en 1946, y sobre todo el interesante y documentado trabajo realizado por Sonsoles Nieto Caldeiro dedicado a los paseos y jardines públicos de Ávila. Se completa esta visión autóctona del paisaje urbano abulense con la percepción particular y enriquecedora que dejaron numerosos viajeros extranjeros y otros tantos escritores que pasaron por la ciudad.

La importancia de los textos reseñados radica en que son testimonios contemporáneos al estado del los paseos y jardines que se citan. Recogen información de lo que los autores perciben en el momento en el que escriben, de ahí su autenticidad. Por nuestra parte, lo que hacemos es completar su visión de las cosas recogiendo ahora aquellas imágenes cuya contemplación nos transporta a esos mismos tiempos lejanos donde se originaron estas singulares zonas verdes con los que se identifica la ciudad.

Los jardines y paseos de San Antonio, el Recreo y San Roque surgen santificados por los fundadores de los conventos de San Antonio, Santa Ana y Las Gordillas, y a la sombra de los paredones de sus huertas, aspecto que destacó Antonio Veredas: «Entre todos los innumerables paredones abulenses, ninguno es tan popular y favorecido por la amistad general como los que se extienden al largo del paseo de San Roque y del jardincillo del Recreo, con sus bancos corridos que yo comparo a las repisas que hay en algunos hogares, abarrotadas de muñequitos y otras lindezas» (Cuadros abulenses, 1937). 

La representación gráfica de Ávila y sus jardines encuentra su reflejo en los distintos planos que se hicieron de la ciudad a partir de la segunda mitad del siglo XIX.  Además, también aportan información valiosa los proyectos que hicieron los arquitectos municipales sobre distintas intervenciones realizadas a para atender el embellecimiento y mejora de los parques urbanos con los que señoreaban sus habitantes.

Entre la documentación gráfica más reseñable destacan la cartografía y planos dibujados por Francisco Coello en 1858-1864 con textos de Pascual Madoz, por Emilio Valverde en 1886, por Hye Hoys en 1889, por Antonio Blázquez en 1896, y por Karl Baedeker en 1898, sobresalen también los planos de la ciudad de Benito Chías Carbó (1913) y Cardillo Coca (1946) y sucesivas reproducciones y otras planimetrías se incluyen en nuevas guías de ciudad. De la misma manera, los proyectos que elaboran los arquitectos municipales Ildefonso Vázquez de Zúñiga en 1863 y Ángel Barbero y Mathieu en 1893, a los que siguen Emilio González, Clemente Oria y Armando Ríos, entre otros, aportan interesante información gráfica de la evolución y lenta transformación que experimenta el paisaje verde de la ciudad.

Por lo que se refiere a la recreación plástica y visual de los paseos y jardines de Ávila, la misma encuentra uno de sus mayores exponentes en las fotografías antiguas y las tarjetas postales que tanto proliferaron en la primera mitad del siglo XX. A través de ellas observamos la querencia ciudadana por estos espacios que alcanzaron para los viajeros la misma relevancia que los monumentos de la ciudad histórica.

El hecho mismo de seleccionar las imágenes de los paseos y jardines como iconos que se multiplican en tarjetas, supuso entonces una puesta en valor de los mismos, y a la vez signo de progreso y modernidad de una ciudad que se resistía a quedar anclada en el pasado. El tiempo parece haberse detenido en las viejas estampas, y sólo la visión de la realidad cotidiana que nos rodea permite percibir su paso, es como si la evolución y crecimiento vegetativo de los jardines mostrara también la de una ciudad impasible. Su representación gráfica nos muestra cómo las gentes disfrutan de los espacios verdes sombreados de árboles que hoy se nos hacen centenarios, niños y mayores disfrutan de la naturaleza urbana mientras posan para ser retratados.

Las vistas de los parques y jardines de Ávila, y más concretamente los llamados de San Antonio, el Rastro y el Recreo surgen ahora con preferencia entre las más populares de la época como las  Murallas y sus puertas, la Catedral, la basílica de  San Vicente, el monasterio de Santo Tomás, la plaza del Mercado Grande y la puerta del Alcázar,  el puente sobre el Adaja, la Academia de Intendencia, el monasterio de La Encarnación, la Casa de las Carnicerías, el Balneario de Santa Teresa, la plaza del Mercado Chico, la plaza de las Vacas, los palacios y los arrabales de la ciudad, entre otras.

PARQUE DE SAN ANTONIO. El parque de San Antonio, situado a la entrada de Ávila por su lado Este, surge como paseo y alameda pública en el siglo XVI, coincidiendo con la fundación del convento de los frailes franciscanos de San Antonio, formado por una frondosa arboleda presidida por la fuente monumental de la Sierpe, tal y como reseñaron Antonio Cianca en 1595, el Padre Ariz en 1604 y Bartolomé Fernández Valencia en 1676.

El jardín que conocemos empezó a ordenarse y funcionar como un parque a partir de 1859, siendo el fruto de numerosas intervenciones y atenciones, así como de continuas renovaciones de plantas, arreglos de paseos, renovación de fuentes, reposición de calles y paseos, etc., tal y como lo describe Quadrado en 1865: «La fresca y deliciosa arboleda de San Antonio, que, con sus oscuras calles y glorietas, con su famosa fuente del dragón y con el convento que a su extremo se levanta, brotó del árido suelo por una inspiración tan poética como piadosa del noble Rodrigo del Águila a fines del siglo XVI». Posteriormente, hubo que lamentar la desaparición de la hermosa alameda, «pues secándose los árboles, efecto de una enfermedad que les acometió, se hizo preciso cortarlos todos, o casi todos, y esto se hizo el año de 1872, reemplazándola con bonitos y lindos jardines, y variedad y abundancia de árboles que adornan los espaciosos paseos nuevamente construidos, y además de la fuente titulada de La Sierpe, otra bella y caprichosa con sorprendentes y vistosos surtidores y juegos de agua, se ha colocado en el medio del paseo central: esto constituye ahora el paseo de San Antonio».

Son numerosas las informaciones que guardan las actas del Ayuntamiento de las intervenciones que hicieron los arquitectos municipales, destacando entre ellos Eduardo Vázquez de Zúñiga en 1863, Ángel Cosín en 1875 y Emilio González en 1914. También hubo épocas de sequía, abandono y ‘atentados’ que hicieron peligrar la supervivencia del arbolado, tanto que a partir de los años veinte, y ya entrada la segunda mitad del siglo pasado, el parque presentaba una imagen poco alentadora, como bien ha estudiado Sonsoles Nieto Caldeiro. Se habían talado numerosos árboles para un cuartel que luego no se hizo, se construyó un estadio municipal, se proyectaron diversas edificaciones (invernadero y oficina de turismo) se cedieron terrenos para viviendas, se producía un pastoreo abusivo de ovejas y entrada de ganado, escasean los recursos destinados al cuidado del jardín, etc. Y todo esto pegando mordiscos a la antigua alameda ya rejuvenecida, la cual poco a poco, y a veces con penurias, pasa a integrarse en la ciudad como un jardín urbano que quiere señorear un nuevo aspecto desprendiéndose del antiguo aire campestre que mantenía desde su creación en el siglo XVI.

Los árboles ordenados marcan la calle principal con bancos de piedra y alumbrado eléctrico recientemente instalados y una gran fuente a los pies de la escalinata que diseño el arquitecto provincial que también ejerció en la capital Ángel Cosín. Tal era el orgullo abulense por el Jardín, que en 1896 Rafael de Sierra reunió medio centenar de vistas de los monumentos y escenarios más importantes de Ávila, con las que confeccionó un álbum encuadernado en cuyas tapas mandó imprimir en letras doradas A Don Práxedes M. Sagasta. Álbum de fotografías de Ávila. Recuerdo de Rafael de Sierra, y entre los temas retratados una imagen del jardín con la que se había entrado en la modernidad y progreso que se predicaba de las ciudades europeas.

La promoción del parque continuó en la primera mitad del siglo XX a través de dedicatorias en verso y la edición de las tarjetas postales en las que aparecen retratados un jardín casi idílico con la muchachería alrededor de las fuentes y el convento de frailes franciscanos que santifican el lugar desde hace siglos. Más aún, es el tema de emotivas narraciones, como la que escribió Antonio Veredas en 1939 mostrando profundos sentimientos comunes a los abulenses: «El parque encantador de San Antonio es donde triunfa la poesía del color de las estaciones, la poesía de la luz del sol y la luna entre la enramada, la poesía de la música de los  trinos y cantos de los pájaros, la poesía del amor de parejas de enamorados que se arrullan entre la frondosidad de los lilos, la poesía de la religión con el humilde convento franciscano, la poesía del arte labrado en la fuente de la Sierpe que refleja lánguidas formas de unos sauces llorones, y la poesía de la vejez de unos álamos milenarios heridos del tiempo. Es aquí donde se oye la voz del viento que juega con las hojas de los árboles, la voz del agua que resbala por las regueras, la voz de las campanitas que congregan a las niñas casaderas de Ávila, y la voz de la fiesta y la sana alegría en honor de San Antonio de Padua».